martes, 3 de febrero de 2009

El mensajero

La oficial Agencia Cubana de Noticias, al informar de la muerte de Jorge Serguera, destacó en su nota que Papito, "tras el golpe de Estado de Fulgencio Batista en marzo de 1952, participó en la lucha contra la tiranía en Santiago de Cuba. Como abogado defendió a sus compañeros detenidos por los cuerpos represivos. Bajo las órdenes de Frank País realizó distintas acciones revolucionarias. Cuando los sicarios de la tiranía asesinaron al joven líder revolucionario santiaguero, Serguera intercedió por su cadáver ante el esbirro Salas Cañizares, hecho que contribuyó a rendirle tributo, particularmente por la población de la heroica ciudad". Este fragmento de La autobiografía de Fidel Castro, de Norberto Fuentes, repasa ese episodio.

Ahora tengo que reconocer —y lo hago con gusto— que mi viejo compinche de broncas estudiantiles, Papito Serguera, resultó ser uno de los abogados más audaces y valientes con que contó el Movimiento 26 de Julio en Santiago de Cuba durante la lucha contra Batista. Esto ocurrió en El gallito, donde se hacían licuados, frente al bar El Baturro y el cine Oriente, todos lugares muy importantes para la pequeña burguesía santiaguera.

Fue la tarde en que los esbirros dieron caza y mataron a Frank País a plena luz del día en la calle Padre Pico de Santiago de Cuba. Papito se dio a la tarea de localizar al teniente coronel José María Salas Cañizares, que acababa de vaciarle él mismo la Thompson en la cabeza y el pecho al joven revolucionario, para que lo autorizara, como representante de la familia País, a sacar el cadáver de la morgue y organizarle un servicio fúnebre público. Después Papito se alzó con Raúl en la Sierra Cristal y obtuvo sus grados de comandante del Ejército Rebelde. Fue nuestro más vehemente fiscal al principio de la Revolución y fusiló en abundancia.

Pero aquella tarde tenía una misión.

Papito sabía que el coronel acostumbraba a tomarse un batido de trigo y leche en un cafetín al fondo de una calle muy inclinada que desemboca en el puerto de Santiago, la calle Enramada. La calle, que era el centro comercial de la ciudad, estaba desierta a las 3 de la tarde y Papito vio desde lejos el Buick Roadmaster negro erizado de antenas de comunicación por microonda y con matrícula oficial. Afuera, recostado al maletero, estaba un solo hombre, con uniforme de policía. Papito lo reconoció. Otro asesino. Candado. El chofer de José María. Papito se le acercó a Candado y le preguntó:

“¿El coronel está allá adentro?”

Candado, inmutable, lo observó de arriba abajo pero sin tomarse mucho trabajo en su checo visual, y por toda respuesta se limitó a asentir con un apenas perceptible movimiento bascular de su cabeza. Papito entendió los dos significados de ese movimiento. Que, efectivamente, el coronel estaba adentro y, que, sí, podía pasar a verlo.

El coronel iba por su tercer vaso de batido de trigo. Dos vasos usados se acumulaban a su derecha. Estaba sentado en una banqueta giratoria y era el único cliente. El empleado encargado de preparar los batidos leía una revista de historietas. Los dos en absoluto silencio. Había unas monedas sobre el mostrador, las que indicaban el propósito del alto oficial de pagar por su consumo. El teniente coronel procedió a su vez con un rápido y apenas perceptible chequeo visual que le hizo concluir a Papito que aquel hombre no era ningún cobarde y que, peor aún, parecía contener a duras penas una sonrisa de burla.

“Coronel, permítame presentarme. Yo soy el doctor Jorge Serguera Riverí. Represento a la familia de Frank País. Ellos me han comisionado para que le solicite autorización. Quieren retirar el cadáver de la morgue. Y quieren organizarle un servicio fúnebre”.

Sin apartar la vista de su vaso, hizo una pregunta:

“¿Qué funeraria?”

“La funeraria Bernabé”.

Dejó reposar el vaso sobre el mostrador. Se mantuvo sin mirar a Papito. Entonces asintió. Volvió a tomar el vaso. Quedaba la mitad del batido.

Papito consideró conveniente confirmar el resultado de la negociación.

“Entonces, coronel, doy por entendido que usted me autoriza a recoger el cadáver y a poder celebrarle un funeral”.

El teniente coronel José María Salas Cañizares giró por primera vez sobre su banqueta y miró fijamente a Papito mientras volvía a asentir. Entonces giró de nuevo a la posición anterior de la banqueta.

Papito había casi ganado la puerta y estaba a punto de salir del local cuando el vozarrón autoritario de José María lo detuvo en seco. Volvió a enfrentarse con el rostro de piedra de aquel hombre, que finalmente lo miraba de lleno y que le preguntó:

“¿Cómo tú me dijiste que tú te llamabas?”

“Jorge Serguera Riverí”, dijo Papito.

“Papito, ¿no?”

Papito no respondió.

“Así que entonces tú eres Papito. El famoso Papito”.

El oficial trasladó el vaso a la mano izquierda y entonces le apuntó repetidas veces con el índice y le advirtió:

“Pues tú eres el próximo”.

No respondió.

“Él es el próximo”, escuchó Papito que el coronel le decía al empleado.